Era una noche sumamente sombría y fresca. El aire, nauseabundo, denso y frío, penetraba en la piel de cualquiera que pase caminando por las calles de ese pueblo llamado Derry ubicado quien sabe dónde. Ese día en particular la gente iba con la mirada perdida, iban apagados como si se hubiesen enterado de algo terriblemente malo como para generar un cambio de ánimo en todos a la vez.

En la sala de espera del único dentista del lugar, aguardaba una niña de unos 13 años con aparatos en sus dientes, una trenza atada con sus rojizos y largos cabellos. La niña aguardaba paciente en su asiento, removía sus manos con nerviosismo demostrando que efectivamente, estaba asustada.

Los ruidos que provenían del estudio del dentista no sonaban para nada agradables. Eran ruidos metálicos, como de taladros y succionadores. Para peor, la puerta cerrada hacía crecer una intriga más grande dentro de la niña, sin saber lo que le esperaba. Lo que más le daba mala espina era que los pacientes no salían del consultorio por la puerta principal, sino que salían por una puerta completamente distinta.

Mirar el reloj le parece la mejor forma de matar las ansias hasta que repentinamente, la señora regordeta con un abrigo azul a su lado notó su pánico he intentó calmarla.

  • No duele nada, no te preocupes… – Dijo dándole una pequeña palmada en la espalda.

La niña, no dijo absolutamente nada, ver el reloj se convertía en su nuevo pasatiempo. Quería buscar una revista, pero, antes de poder comenzar a hojearla, fue llamada.

  • ¿Esther Benítez? – Dijo la irritante voz de la señora de recepción.

La chica tragó en seco, se paró de su asiento y lentamente caminó hacia la puerta. Al entrar vio la sala. Era una oscura habitación iluminada únicamente por la luz que disparaba un enorme reflector ubicado justo sobre la camilla. El dentista, un hombre con la cara cubierta por un barbijo y un par de lentes, le hizo señas para que se recostara en la camilla.

  • Abre la boca… – El dentista dijo con voz algo ahogada por el barbijo.

Al abrir la boca, el dentista introdujo un espejo dentro y al ver los dientes de la niña, notó un como comenzaron a crecer y a afilarse. De un momento para otro, la niña le arrancó la mano al doctor, provocando que de su boca se escuchara un gorgoteo formado por la sangre. Ni siquiera permitió que el doctor gritara porque atacó su yugular, seguido esto, el suelo se tiñó de rojo al igual que los ojos de la chica. El pobre médico todavía estaba consiente cuando la joven comenzó a morder violentamente su abdomen y desparramar sus intestinos por todos lados.

Era una escena realmente grotesca, la chica ahora estaba arrancando la piel y carne de los huesos de la pierna derecha del médico. La cara del dentista había sido desfigurada a mordiscos. Los ruidos que generaban los dientes penetrando la carne fresca era horroroso.

  • ¿Qué le estarán haciendo a esa pobre niña? – Dijo, a nadie en particular, la señora regordeta.

Había sangre por doquier, hasta la camilla estaba manchada con ese fluido, aún caliente, que había salido del dentista. Las paredes estaban salpicadas con capas de piel y algunos órganos, provenientes del mismo cuerpo. Al quedar solo los lentes y el barbijo, ambos llenos de sangre, la joven dio por terminado su festín.

  • La siguiente… Viviana Rodríguez. – Expresó la anciana de recepción.
  • Mi turno – Dijo la regordeta señora del abrigo azul.

 

Texto: Estudiantes de Segundo Año C (E.P.)

PH: Nazarena Buzurro -Sexto Año B.